Al recomendar a Cristo, Juan el Bautista dijo que “Su aventador está en Su mano, y limpiará completamente Su era; y recogerá Su trigo en el granero, pero quemará la paja con fuego inextinguible” (Mt. 3:12). Aquí Cristo es presentado como Aquel que avienta el grano en la era. Debido a que Él es Aquel que avienta el grano para limpiar la era, es necesario que todos tomemos en serio lo que se relacione con Él.
Aquellos que están representados por el trigo poseen la vida en su ser. El Señor los bautizará en el Espíritu Santo (v. 11) y los reunirá guardándolos en Su “granero” en el cielo por medio del arrebatamiento. Aquellos que están representados por la paja, al igual que la cizaña mencionada en Mateo 13:24-30, carecen de vida. El Señor los bautizará en fuego al ponerlos en el lago de fuego. Esto guarda relación con el hecho de que Él es el Juez de los vivos en Su trono de gloria a Su regreso (25:31-46) y el Juez de los muertos en el trono blanco después del milenio (Ap. 20:11-15). En Mateo 3:12 la paja se refiere a los judíos no arrepentidos, mientras que en Mateo 13 la cizaña se refiere a los que son cristianos sólo de nombre. El destino eterno reservado para ambos es el mismo: la perdición eterna en el lago de fuego (vs. 40-42).
No debemos ser como la paja ni tampoco debemos ser la cizaña; más bien, debemos ser el trigo, los hijos vivientes de Dios. A fin de ser hijos de Dios debemos nacer de nuevo (Jn. 3:3), nacer del agua y del Espíritu (v. 5). Todos aquellos que se arrepienten y creen en el Señor serán bautizados por Él en el Espíritu Santo a fin de que tengan la vida eterna. Aquellos que no se arrepientan ni crean, serán bautizados en fuego por Aquel que avienta el grano; ellos serán puestos en el lago de fuego para perdición eterna. Por tanto, el bautismo del Señor resulta ya sea para vida eterna en el Espíritu Santo o para perdición eterna en fuego.
En Mateo 8:19 un escriba le dijo al Señor Jesús: “Maestro, te seguiré adondequiera que vayas”. Este escriba, quien estaba acostumbrado a vivir cómodamente, vio que las multitudes seguían al Señor y en su curiosidad quería seguir al Señor, sin considerar el costo. El Señor le respondió de tal manera que le hiciera considerar el costo de tal decisión: “Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar Su cabeza” (v. 20). El Señor comparó Su situación a la de las zorras y las aves. A diferencia de las zorras y las aves, el Hijo del Hombre no tenía dónde reposar, aun cuando las multitudes se sentían atraídas hacia Él. Él no tenía ni siquiera un lugar para reposar, como lo tienen las zorras y las aves. Su vida humana era una vida de sufrimiento. Cuando Él nació no se halló lugar para Él en el mesón (Lc. 2:7). En Su maravilloso ministerio tampoco tuvo un lugar de reposo.
Cuando el Señor Jesús disfrutaba de un banquete con recaudadores de impuestos y pecadores, fue criticado y condenado por los fariseos, quienes preguntaron a los discípulos por qué su maestro comía con tales personas (Mt. 9:10-11). El Señor aprovechó esta oportunidad provista por la pregunta de los fariseos para dar una revelación muy placentera de Sí mismo como Médico: “Los que están fuertes no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (v. 12). El Señor le estaba diciendo a los fariseos que los recaudadores de impuestos y los pecadores eran “pacientes”, enfermos, y que para ellos Él no era un juez, sino un médico, alguien que les traía sanidad. Al llamar a las personas a seguirlo, el Señor les ministraba como médico, no como juez. Un juez juzga conforme a la justicia, mientras que un médico sana conforme a la misericordia y la gracia. Aquellos a quienes el Señor constituyó ciudadanos de Su reino celestial eran leprosos (8:2-4), paralíticos (vs. 5-13; 9:2-8), personas con fiebre (8:14-15), endemoniados (vs. 16, 28-32), enfermos con toda clase de dolencias (v. 16), menospreciados recaudadores de impuestos y pecadores (9:9-11). Si el Señor Jesús hubiera visitado como Juez a esta gente miserable, todos ellos habrían sido condenados y rechazados, y ninguno de ellos habría sido considerado apto, ni habría sido seleccionado o llamado, para ser uno de Sus seguidores. Él vino a ministrar como médico para sanarlos, recobrarlos, vivificarlos y salvarlos, a fin de que pudieran ser reconstituidos para ser los ciudadanos del reino de los cielos. Lo dicho por el Señor en Mateo 9:12 implica que los fariseos, justos en su propia opinión, no se daban cuenta de que necesitaban que Él fuera su Médico. Ellos se consideraban fuertes; así que, cegados por creerse justos, no sabían que estaban enfermos.
El Señor Jesús no solamente les dijo a Sus discípulos que Él vino como médico y no como juez; ello hubiera sido mera doctrina. Mientras el Señor participaba del banquete con aquellos que estaban espiritualmente enfermos, Él se reveló como Médico y los sanó. Como Médico, Él puede sanar únicamente a quienes están enfermos. El vino a llamar a los pecadores, a los enfermos, no a los justos, a los que están sanos (v. 13). Si a nosotros nos parece que no estamos enfermos, Él no puede sanarnos. Pero si tomamos nuestra posición como pecadores, habremos de experimentarlo como nuestro Médico. Si vemos que Cristo es nuestro Médico, tendremos fe en Él como Aquel que nos puede sanar.
Como nuestro Médico, Cristo tiene autoridad para sanar. Su sanidad no solamente estriba en el poder, sino también en la autoridad. No hay necesidad de que Él nos toque directamente a fin de sanarnos. Sólo basta con que Él diga la palabra, y Su autoridad acompaña Su palabra a fin de sanarnos (8:8). Nuestro Médico nos sana con Su autoridad.
(Conclusión del Nuevo Testamento, La (Mensajes 034-049), capítulo 13, por Witness Lee)