EL INICIO DE LA OBRA ESPIRITUAL
No es insignificante iniciar algo. El creyente no debe hacer obras a la ligera solamente porque sean buenas, necesarias o beneficiosas. Esas no son razones válidas que indiquen que una obra es la voluntad de Dios. Quizá El quiera instar a otros a hacer la obra o tal vez prefiera detener la obra temporalmente. Aunque sea difícil abandonar el punto de vista humano, Dios sabe cómo hacerlo. Por lo tanto, ni las buenas intenciones, ni la necesidad ni la ganancia deben ser los parámetros que delineen nuestra obra.
El libro de Hechos es el mejor modelo para nuestra obra, ya que allí no vemos que nadie “se consagre a ser un predicador”, ni “se decida a cumplir la obra del Señor”, ni se “entregue a ser misionero o pastor”, ni nada por el estilo. Lo que vemos es que el Espíritu Santo designa personas y las envía a la obra. Dios no reclutó hombres que se entregaran a la obra; El únicamente envía a las personas que El desea enviar. Tampoco vemos que nadie escoja una obra para sí mismo; solamente Dios elige a los obreros para Su obra. Así que, no hay lugar para las ideas de la carne. Si Dios quiere algo, ni Saulo podrá resistirlo, y si El no quiere algo, no lo hará ni aunque Simón quiera comprarlo con dinero. Por ser el Soberano de todas las cosas, Dios controla Su propia obra y no permite que ni una pequeña parte del hombre se mezcle en ella. El hombre no es el que va a laborar; sino que es Dios quien “envía” a los obreros. Por lo tanto, la obra espiritual debe comenzar con un llamamiento personal de parte del Señor. Uno no debe laborar debido a la súplica de los predicadores ni a la exhortación de los parientes y amigos ni a la afinidad de su carácter con la Palabra Santa. Solamente aquellos que se despojan de sus “zapatos” carnales pueden permanecer en el terreno santo de la obra de Dios. Existe mucho fracaso, mucho derroche y mucha confusión debido a que el hombre mismo se ofrece a laborar en vez de ser enviado a la obra.
Aun si el hombre es escogido, no puede comenzar a actuar libremente. Desde el punto de vista de la carne, ninguna otra obra es tan restringida como la obra espiritual. En Hechos leemos expresiones tales como: “El Espíritu Santo dijo”, “El Señor le dijo”, “enviado por el Espíritu Santo”, “el Espíritu Santo le prohibió”. Fuera de obedecer, el obrero no tiene autoridad para ofrecer ninguna opinión. En ese tiempo la obra de los apóstoles no era otra que la de conocer la intención del Espíritu Santo en su intuición para luego obedecerla. ¡Qué sencillo era! Si la obra espiritual necesitase que el creyente tuviera que esforzarse por idear algo, calcularlo, llevarlo a cabo y preocuparse por ello, entonces solamente los que son naturalmente dotados, inteligentes y educados podrían realizar la obra. Pero Dios hizo a un lado todo lo que es de la carne. Siempre que el espíritu del creyente sea santo, puro y lleno de vida y de poder, él podrá seguir la dirección del Señor y hacer una obra eficaz. Dios nunca dio a los creyentes la autoridad de controlar la obra, El solamente quiere que ellos escuchen lo que El les dice en su espíritu.
Samaria tuvo un “gran avivamiento”, pero a Felipe no se le asignó la responsabilidad de continuar la obra de nutrición. El tuvo que salir de Samaria inmediatamente e ir al desierto para salvar a un eunuco gentil. Ananías nunca había escuchado de la conversión de Saulo, y hasta donde entendía, ir a verlo para interceder por él significaba la muerte; sin embargo, no fue él quien tomó la decisión. La ley judía prohibía que los judíos fueran a las casas de los gentiles y que se asociaran con ellos, pero cuando el Espíritu Santo habló, Pedro no pudo rehusarse. Pablo y Bernabé fueron enviados por el Espíritu Santo, pero el Espíritu Santo todavía tenía la autoridad de prohibirles que fueran a Asia y, más adelante, de guiar a Pablo a Asia para establecer la iglesia en Efeso. Toda la obra está en las manos del Espíritu Santo; el creyente solamente debe obedecer. Si la obra se efectuara según las ideas humanas, sus gustos o disgustos, entonces en los días de la iglesia primitiva, los hermanos no habrían ido a muchos lugares donde según ellos no debían ir. Esas experiencias nos muestran que no debemos seguir nuestros propios pensamientos, razonamientos, preferencias ni decisiones; sino que debemos ser guiados por el Espíritu Santo, quien mora en nuestro espíritu. También nos muestran que el Espíritu Santo no nos guía por medio de nuestros pensamientos, razonamientos, preferencias ni decisiones, sino que, por el contrario, todas estas cosas se oponen a la dirección del Espíritu Santo en nuestro espíritu. Si los apóstoles no podían laborar según su mente ni su parte emotiva ni su voluntad, ¿cómo podemos atrevernos a hacerlo nosotros?
Todo lo que Dios nos ordena, nos lo revela por medio de la intuición de nuestro espíritu (véase la quinta sección, capítulo uno). El creyente no hace la voluntad de Dios cuando actúa de acuerdo a los pensamientos de su mente ni a las actividades de su parte emotiva ni a las ambiciones de su voluntad. Unicamente lo que es nacido del Espíritu es espíritu. Las actividades del creyente deben proceder en su totalidad de una revelación que recibe en el espíritu después de confiar y esperar en Dios; de lo contrario, la carne se infiltrará. Dios nos da el poder espiritual para llevar a cabo todo lo que El nos ordena; por lo tanto, es muy importante basarnos en el principio de nunca ir más allá de la fuerza que hay en nuestro espíritu. Si nuestra obra excede los límites de nuestro espíritu, estaremos confiando en nosotros mismos. Este es el principio del fracaso. Confiar en nosotros mismos impedirá que andemos según el espíritu y que nuestra obra sea verdaderamente espiritual.
Hoy en día por lo general, el hombre usa el raciocinio, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, los gustos, los deseos, etc., como parámetros para realizar la obra. Pero todo eso pertenece al alma y carece de valor espiritual. Debemos tener presente que todas estas facultades son buenos siervos, pero no buenos amos; si los obedecemos, fracasaremos. La obra espiritual debe provenir del espíritu. Dios no revela Su voluntad en ningún otro lugar que no sea el espíritu.
Cuando las personas necesitan ayuda espiritual, el obrero nunca debe permitir que los sentimientos se sobrepongan a la relación espiritual. Aparte del deseo perfectamente puro de ayudar a la espiritualidad de la persona necesitada, cualquier otro sentimiento del alma será dañino. Esto siempre posa un peligro y un engaño para el obrero. El amor, el afecto, la preocupación, el interés, el fervor, etc., deben ser totalmente guiados por el Espíritu Santo. Cuando no se obedece esta ley, algunos de los que laboran para Cristo tienen fracasos morales y espirituales. Por un lado, permitimos que la atracción natural y el deseo humano controlen nuestra obra; o permitimos que el odio y la falta de afecto humano la controlen. En ambos casos, el resultado será el fracaso, y la vida del obrero será devastada. Muchas veces aun en el caso de los que amamos, quienes nos son muy queridos, nuestra relación natural con ellos debe ser relegada a un segundo plano, incluso, algunas veces necesitamos olvidarnos de esa relación por completo para que haya resultados espirituales. Nuestras intenciones y deseos deben consagrarse exclusivamente al Señor.
Solamente debemos laborar cuando sabemos, por intuición, que la obra es iniciada por el Espíritu Santo. La carne no tiene ninguna posibilidad de unirse a la obra de Dios. El grado de nuestra utilidad espiritual depende de la profundidad de la obra de la cruz en nuestra carne. Los logros superficiales sólo llevan a cabo pequeñeces; únicamente la obra que hace Dios por medio de hombres y mujeres que han sido crucificados tiene valor. Aunque las obras se hagan en el nombre del Señor Jesús con fervor y mucho esfuerzo, aunque sean por una buena causa o por el reino de los cielos, eso no es suficiente para justificar la acción de la carne. Dios quiere hacer la obra, y no desea que la carne interfiera. Debemos comprender que aun en el servicio de Dios no hay posibilidad de ofrecer “fuego extraño” ni de “no ser espiritual”. Esto provocará la ira de Dios. Todo fuego que no sea encendido por el Espíritu Santo en nuestro espíritu, es fuego extraño y, a los ojos de Dios, es pecado. La obra que se hace para Dios no es necesariamente la obra de Dios. No basta con hacer algo para El. Lo que cuenta es quién realiza la acción. Si no es Dios el que opera desde el espíritu del creyente y si lo que se tiene no es más que actividades realizadas por el esfuerzo de éste, entonces la obra no tiene valor delante de Dios. Todo lo que procede de la carne se pudre con la misma carne. Solamente lo que proviene de Dios perdura. Así que, la obra que Dios nos ordena realizar no será en vano.
(
Hombre espiritual, El (juego de 3 tomos), capítulo 17, por Watchman Nee)