NO DEBEMOS LASTIMAR
NUESTRO ESPIRITU
Cada vez que ministremos ejerciendo nuestra función como ministros de la Palabra, debemos procurar no lastimar el espíritu. No debemos hablar por hablar. Lo que expresemos debe ir acompañado de un espíritu liberado. El peor error que un ministro de la Palabra puede cometer es dar un mensaje sin utilizar su espíritu. Por otra parte, es absolutamente imposible liberar el espíritu sin la Palabra; el espíritu y la Palabra van juntos. La Palabra es expresada, y el espíritu es liberado en el proceso. Este persuade e impresiona al oyente, y le abre los ojos. A veces el espíritu es tan prevaleciente que incluso subyuga a la audiencia. La promulgación de la Palabra es el medio por el cual el espíritu se libera. Si nuestro espíritu no se libera, de nada sirve enunciar la Palabra. Cualquier molestia que sintamos puede hacer que proclamemos la Palabra sin el espíritu. A veces nuestro espíritu es herido, y no sabemos por qué. Debido a que es extremadamente delicado se lastima con facilidad. La sensibilidad del espíritu sobrepasa la nuestra, pues él siente las cosas antes de que nosotros las percibamos. Si el espíritu es herido, lo que expresemos carecerá de peso. Por el bien de la predicación, debemos tener mucho cuidado de no herir al espíritu. Hay infinidad de cosas que pueden lastimar el espíritu. Examinémoslas con detenimiento.
En primer lugar, posiblemente pecamos o nos contaminamos antes de predicar, y debido a que esta mancilla lo lastimó, el espíritu no hace eco a la predicación. Es muy difícil decir qué clase de pecados o de contaminación lastiman al espíritu; no obstante, el más leve contacto con el pecado lo afecta. Por ello, en algunas ocasiones, justo en el momento de pronunciar un mensaje no sabemos qué decir. El ministro de la Palabra debe confesar delante de Dios toda contaminación de pecado, sea éste consciente o inconsciente y orar para que el Señor lo limpie y lo perdone. El debe apartarse de toda inmundicia y estar en guardia para no contaminarse. El espíritu es más sensible que los sentimientos y detecta inmediatamente cuando uno peca; en cambio uno no se da cuenta de ello sino hasta que han transcurrido algunos días. En la predicación todos los factores internos y externos pueden estar en su lugar, y las palabras y los pensamientos ser correctos; sin embargo, no importa cuánto se esfuerce el ministro por liberar su espíritu, éste permanece estático y sin activarse; aunque quiera darle libertad, no puede localizarlo. Esta es una clara indicación de un espíritu debilitado por estar contaminado con el pecado.
En segundo lugar, el espíritu debe ser observado constantemente a fin de que fluya sin dificultad. Tan pronto nos distraemos y empezamos a vagar en la mente sin captar los pensamientos, sin lugar a dudas, lastimamos al espíritu. Cuando la mente divaga, el espíritu se vuelve pesado y se encierra. Este es otro factor que perjudica al espíritu. El ministro de la Palabra no puede usar un espíritu que haya sido lesionado por la mente. Necesitamos aprender a preservar nuestra mente para el uso exclusivo del espíritu. Ella debe estar atenta al espíritu como un siervo que espera pacientemente las órdenes de su amo. Cuanto más experiencia adquirimos en esta área, más conscientes estamos de esta necesidad.
En tercer lugar, para que el espíritu sea fuerte y no se lastime, debemos usar en nuestra disertación el vocabulario correcto. Debemos utilizar las palabras acertadas, ejemplos que vengan al caso y seguir el bosquejo que hayamos preparado, pues de lo contrario, nuestro mensaje perderá eficacia. Unas cuantas palabras fuera de contexto hieren el espíritu y lo aprisionan (Por supuesto, no siempre ocurre esto. En ciertas ocasiones el espíritu fluye a pesar de que expresemos algunas inexactitudes). Quizá demos un ejemplo que no procede del espíritu, o contemos una historia sin que el Espíritu nos guíe a hacerlo, o citemos un pasaje que no concuerde con el mensaje. Esto perjudica y ata al espíritu. Debemos tener presente que el espíritu es extremadamente sensible y se lesiona con facilidad. Si no prestamos atención a este asunto y hablamos descuidadamente, no tendremos la fuerza necesaria para hacer que el espíritu brote aunque queramos. Esto dejará en evidencia que nuestro espíritu está herido.
En cuarto lugar, también nuestra actitud daña el espíritu. Muchos hermanos cuando vienen a la reunión están exageradamente pendientes de sí mismos. La timidez que esto genera perjudica al espíritu. Cuando uno es tímido piensa que los oyentes esperan mucho de uno, teme a los rostros de los oyentes y cuando habla cree que lo están criticando. Cuando uno está tan centrado en sí mismo, le cierra todas las puertas al espíritu. Si reina el alma, la timidez prevalece, y el espíritu queda imposibilitado.
Debemos comprender que existe una diferencia entre el temor que procede del espíritu y la timidez que procede del alma. Necesitamos el temor que procede del espíritu, pero no permitir que nos controle la timidez. Sabemos que no podemos hacer nada por nuestra propia cuenta. Así que es importante venir a la reunión con temor y temblor, pues dicho temor vuelve nuestros ojos a Dios y nos induce a esperar, confiar y creer en El. Pero si estamos pendientes de nosotros mismos, estamos poniendo los ojos en el hombre. Así que, debemos estar llenos de temor en las reuniones, sin estar conscientes de nosotros mismos. Cuando la timidez predomina, el espíritu es agraviado, se debilita y no puede fluir.
El evangelista debe evitar estar consciente de sí mismo al predicar las buenas nuevas. Todos aquellos que han predicado el evangelio, a lo largo de los siglos, han evitado estar preocupados por ellos mismos. Cuanto menos se centre en sí mismo un predicador, más poderoso será su espíritu. Cuando predica no es distraído ni por los cielos, ni por la tierra, ni por el hombre, aunque todo ello esté enfrente de él. El está absorto expresando lo que está en su interior, y no le preocupa si es aceptado o rechazado por los oyentes. Cuando el predicador está libre de su timidez y sus temores personales, su espíritu es potente y puede conducir a los hombres al arrepentimiento. Este es un requisito básico para predicar el evangelio. Para ejercer el ministerio de la Palabra de Dios con eficacia, uno debe hacer a un lado toda preocupación que tenga por sí mismo. Si al expresar la Palabra de Dios uno reacciona al medio ambiente, si teme que la audiencia lo critique o no le preste atención, este temor debilitará el espíritu y, en consecuencia, no podrá hacerlo brotar, y no será lo suficientemente fuerte como para llenar la necesidad de los oyentes. Los ministros de la Palabra que no practican esto se secan fácilmente. Si el predicador observa que la audiencia la componen personas mayores que él, o de más prestigio, o más educadas y más competentes que él, no podrá articular su mensaje adecuadamente, no importa cuanto se esfuerce. Si el evangelista piensa que los demás son más importantes que él, se sentirá inferior; pero si magnifica el evangelio, subyugará a la audiencia. Todo predicador debe dar libertad al espíritu. Cualquier sentido de inferioridad rebaja la Palabra de Dios, y debilita y vacía el espíritu, el cual no podrá aflorar.
Para ejercer el ministerio de la Palabra, el siervo del Señor debe estar libre de todo complejo de inferioridad. El temor al hombre no es una señal de humildad sino de inferioridad y procede del alma. Está lejos de la humildad que viene del espíritu, la cual es el resultado de recibir el resplandor de la luz divina que nos doblega al alumbrar nuestra verdadera condición espiritual. El complejo de inferioridad proviene de examinarse a uno mismo y de temer al hombre. Una persona que tiene complejo de inferioridad puede a veces ser orgullosa y arrogante. La autocrítica y el examen personal son una especie de complejo de inferioridad que lastima el espíritu y anula su función. Por consiguiente, frente a la audiencia debemos tener temor y temblor, y expresarnos con denuedo y confianza. Estos aspectos son muy importantes; si carecemos de uno de ellos agraviaremos al espíritu y no podremos servir como ministros de la Palabra. Cada vez que ministremos la Palabra, debemos guardar el espíritu, ya que si lo herimos, no podremos usarlo.
(
Ministerio de la Palabra de Dios, El, capítulo 17, por Watchman Nee)