UN NUEVO COMIENZO REQUIERE
UNA NUEVA CONSAGRACIÓN Y NUEVOS TRATOS
Para tener un nuevo comienzo, tenemos que experimentar una nueva consagración. Tal vez alguno diga: “Yo me he consagrado muchas veces; ya no tengo nada que consagrar”. Sin embargo, debemos consagrarnos de nuevo cada vez que tenemos un nuevo comienzo.
Junto con una nueva búsqueda, también tenemos que experimentar nuevos tratos. Después de consagrarnos, debemos ser sometidos bajo un nuevo trato disciplinario. Superficialmente El Cantar de los Cantares no abarca los tratos a los cuales Dios nos somete; no obstante, si estudiamos este libro a profundidad, veremos que éstos se encuentran escondidos. Después de alcanzar la plenitud en la primera etapa, la que busca al amado permanece en su experiencia y se interesa por dicha experiencia más que por el amado. Como resultado de ello, cuando despierta para buscar a su amado, él no se deja hallar (2:16—3:3). Esto era una disciplina. Tal disciplina nos educa y nos adiestra para que sepamos que no estamos en posición de decidir nada relacionado con la comunión que tenemos con el Señor. Debemos permitir que todo lo decida el Señor. Si el Señor quiere venir, debemos permitirle que venga; si el Señor desea quedarse, debemos permitirle que se quede; y si el Señor quiere marcharse, debemos dejar que se marche. No tenemos voz ni voto en estos asuntos. Esto se refleja claramente en la segunda etapa presentada en El Cantar de los Cantares.
En 3:1-4 la que busca al amado dice: “En mi lecho, noche tras noche / busqué al que ama mi alma; / lo busqué, mas no lo hallé. / Me levantaré ahora, y andaré por la ciudad; / por las calles y por las plazas / buscaré al que ama mi alma. / Lo busqué, mas no lo hallé. / Me hallaron los guardas que andan por la ciudad; / y les pregunté: ¿Habéis visto al que ama mi alma? / Apenas los había pasado / cuando hallé al que ama mi alma. / Me así a él, y no lo dejé, / hasta que lo introduje en casa de mi madre / y en la cámara de la que me concibió”. En estos versículos la que busca al amado se levanta para ir en pos de él, pero no puede hallarlo. Ella sale a buscarlo, pero no lo encuentra. Luego les pregunta a otros acerca de él, pero de nada le vale. Cuando ella se siente desilusionada e impotente, su amado viene, y ella lo encuentra. Cuando ella anhela a su amado, él permanece alejado de ella, pero cuando ella se desilusiona por completo, él viene a ella. El Señor usa tales experiencias para adiestrarnos. Cuando no podemos hallar al Señor, tal vez nos llena el remordimiento, pensando: “Me aferro a mi opinión cuando tengo comunión con el Señor. Esto es mi pecado”. En lo profundo de nuestro ser sentimos que debemos tomar medidas con respecto a cierto pecado, solo que esto no es nada externo ni superficial. Los que genuinamente buscan más del Señor no necesariamente toman medidas con respecto a los pecados externos o aparentes. Es probable que otros creyentes no vean los pecados que hemos cometido, porque nuestros problemas con el Señor proceden de lo profundo de nuestro ser. Por tal razón, necesitamos tomar medidas con respecto a los pecados que yacen en nuestro ser interior. Esto requiere que nos consagremos de nuevo en lo que se refiere a tomar estas medidas, lo cual hará que nos levantemos para ir en pos del Señor.
Nuestra consagración al Señor y los tratos que experimentamos delante de Él ocurren de manera continua y deben profundizarse. Nuestra consagración inicial es un tanto superficial. Antes de ser salvos, es posible que hayamos participado indulgentemente en placeres terrenales y en actos pecaminosos, pero ahora que somos salvos, estamos dispuestos a consagrarle al Señor nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestras energías para que Él los use. Esta consagración es buena, pero no es profunda. Debemos tener más consagraciones. Quizás el Señor nos lleve a percatarnos de que cierta parte de nuestro ser aún no está abierta a Él, o de que hay algo a lo cual no estamos dispuestos a renunciar. En el pasado el Señor no tocaba esos asuntos, pero ahora no quiere dejarlos pasar. Éste es el momento en que debemos renovar nuestra consagración. Quizás seamos negligentes en los asuntos externos, tales como nuestro tiempo y nuestro dinero, así que el Señor nos disciplina en estos asuntos considerando que ya se los consagramos a Él. Pero a Él también le interesa el problema que cargamos en nuestro interior. La primera vez que nos consagramos, dentro de nosotros guardábamos cierta reserva, y el Señor fue tolerante. No obstante, ahora Él quiere que le entreguemos las cosas que nos reservamos. Si no estamos dispuestos a abandonarlas, podemos perder Su presencia, y no seremos vivificados. Éste es el tiempo en que debemos experimentar una consagración más profunda.
El Señor puede aplicarle cierto trato a un hermano con respecto a su individualismo. Aunque este hermano no discute con los demás, a él no le agrada estar con otros hermanos. Eso se llama individualismo. El Señor desea hacernos ver que somos individualistas y que debemos tomar medidas al respecto, pero nosotros insistimos en mantener nuestros hábitos individualistas. Esta insistencia nos sume en la vejez y hace que perdamos nuestro frescor y nuestra vitalidad. Aunque éramos personas individualistas cuando recibimos al Señor, Él no tocó ese aspecto; por lo tanto, nos mantuvimos frescos. Sin embargo, ahora el Señor ha puesto Su mano sobre nuestro individualismo y quiere que lo desechemos; y si no queremos renovar nuestra consagración en lo referido a este asunto, Él no nos dejará en paz. Como resultado, perdemos nuestro frescor y nos volvemos viejos, y aquellos con los que tenemos comunión percibirán la vejez y el estancamiento en lugar del frescor y la vida. Además, nos será difícil avanzar en el Señor.
Para que experimentemos un nuevo comienzo tiene que haber consagración y tratos disciplinarios. Éste es un principio rector. Sin embargo, nuestra consagración y los tratos que experimentamos en las diferentes etapas difieren en profundidad. Inicialmente, los tratos son externos y superficiales, pero con el tiempo se vuelven más profundos y agudos hasta que incluyan aun nuestras experiencias espirituales. Abraham pasó por muchos tratos, y al final incluso tuvo que ofrecer a Isaac, a quien obtuvo mediante la gracia de Dios (Gn. 22:1-19). No sólo tuvo que echar a Ismael, a quien había engendrado según su carne (21:9-14); Abraham también tuvo que ofrecer a Isaac, a quien había obtenido mediante la promesa de la gracia de Dios, y lo puso en el altar. Esto fue una consagración profunda y genuina.
El mismo principio se presenta en El Cantar de los Cantares. En la cuarta etapa de la experiencia de la que busca al amado, sus logros espirituales son condenados, y ella tiene que consagrarlos. Por lo tanto, si deseamos tener un nuevo comienzo, ser renovados y vitalizados, tenemos que experimentar una consagración nueva y sufrir un trato nuevo.
(
Ley del avivamiento, La, capítulo 1, por Witness Lee)