AL TOMAR MEDIDAS CON RESPECTO A LOS PECADOS, EXPERIMENTAMOS LA GRACIA ESPECIAL DE DIOS
En mi vida cristiana personal, una vez tuve una experiencia inolvidable relacionada con tomar medidas respecto a mis pecados. Esta experiencia da testimonio de cuán grande es la gracia de Dios, puesto que fue la gracia de Dios en mi interior que sostuvo todo mi ser. Unicamente después de haber tomado medidas con respecto a mis pecados pude ver cuán inmensa es, verdaderamente, la gracia de Dios. Esta es una experiencia que jamás olvidaré en toda mi vida; sucedió seis o siete años después de mi salvación y fue la primera vez que yo verdaderamente tomé medidas con respecto a mis pecados. En aquel tiempo, el Señor operó en mí y me reavivó, causando que orara todo el tiempo, le sirviera celosamente y tuviera el sentir de tomar medidas exhaustivas con respecto a mis pecados. Cierto día el Señor me iluminó y trajo a mi memoria un incidente que había ocurrido en mi juventud cuando trabajaba para cierta organización. Hubo un incendio en el edificio donde se hallaba esta organización, y toda la gente intentaba hurtar algo. Yo también llevé conmigo dos objetos muy pequeños: el primer objeto era un precioso tintero de porcelana para labores de caligrafía china, el cual puse en mi bolsillo mientras ayudaba a empacar las cosas de la compañía; el otro objeto que tomé era un cepillo para ropa, procedente del occidente, que se veía muy bonito. Puse el tintero en mi estudio, y todos mis amigos lo admiraban cuando lo veían. Además, poder usar ese cepillo occidental para cepillar mi ropa cuando me estaba vistiendo, era muy conveniente. Una vez que fui salvo, no percibí de inmediato que esto representara problema alguno; apenas tenía un sentimiento tenue con respecto al origen cuestionable de estos dos objetos. Seis o siete años más tarde, la gracia del Señor me alcanzó y comprendí que debía, de manera exhaustiva, tomar medidas con respecto al pecado cometido por hurtar aquellos dos objetos. Si tenía el tintero delante de mis ojos, me era imposible leer la Biblia; y el pequeño cepillo para ropa había perdido todas sus cerdas después de haber sido usado durante seis o siete años.
La necesidad de afrontar el robo de ambos objetos me ocasionó dos problemas. El primer problema fue que el hijo del que había sido mi jefe fue mi compañero de clase, y yo le conocía muy bien. ¿Cómo podía presentarme delante de él y confesarle mi pecado? Descubrí que esto era muy difícil de hacer. El otro problema era que el cepillo había perdido todas sus cerdas, así que ¿cómo podía devolverlo? Durante varios días y noches, apenas podía dormir debido a que sentía que no podía llevar esto a cabo. Luché con este asunto por un par de semanas, y cuanto más peleaba al respecto, más difícil se me hacía. Ante esto, supliqué a Dios que me diera el valor que necesitaba. Para aquel entonces, el jefe ya había fallecido; así que me pareció que en lugar de devolver esos dos objetos, debía pagar por ellos. Una vez que hube planificado los detalles, fui a la casa de mi antiguo compañero de clase un domingo por la tarde. Tenía todo preparado. Era al final del año, y resultó que mi compañero de clase estaba en casa. Cuando me vio me dijo: “¡Cuánto tiempo sin verte!”. Con el rostro ruborizado, le respondí: “He venido a pedirte perdón, porque el día que tu compañía se incendió, me aproveché de la ocasión y robé este tintero de la oficina”. El me respondió: “¡Pero eso no es nada! Esta clase de cosa insignificante no tiene importancia”. Pero yo continué: “¡También hurté un cepillo! Pero como se ha desgastado por completo, deseo darte este dinero”. El me respondió: “No te preocupes por eso. Esas son cosas insignificantes”. Le supliqué que me entendiera, y al ver cuán sincero era, le fue imposible desestimar mi pedido. Pero en ese momento me preguntó: “¿Qué tienes en tu mano?”. En aquel tiempo el gobierno no permitía que se imprimieran calendarios que incluyeran tanto el año lunar como el año solar, pero había una organización católica que publicaba muchos calendarios como éste. Por ser una organización procedente del occidente, el gobierno no interfería con sus actividades. Cada año esta organización enviaba calendarios a la compañía donde yo trabajaba, y eran dados a los empleados que tenían un rango elevado en la compañía. Cuando el hijo de mi jefe me preguntó qué llevaba en mi mano, le dije que era uno de esos calendarios. Entonces me dijo: “¡Qué bien! Dame el calendario y quédate con tu dinero. El calendario reemplazará lo que robaste”. Claro, por una parte yo estaba contento, pero por otra, me sentí triste.
Aunque había tomado medidas con respecto al pecado que cometí, mi antiguo compañero de clase no quiso recibir el dinero y esto me molestaba. Camino a mi casa oré: “Oh Señor, ¿qué debo hacer con el dinero?”. En ese momento, tuve una idea: “Ya sé, le daré este dinero a un pordiosero; no a un pordiosero común, sino a uno especial, a uno que haya sido afectado por la guerra en los suburbios”. Cuando llegué a casa ya era de noche. Alguien tocó a la puerta, y cuando la abrí, allí estaba una persona que me dijo: “Señor, ¡por favor, tenga misericordia de mí!”. Cuando lo vi me di cuenta de que era un pordiosero. El continuó diciéndome: “No he comido en todo el día”. Inmediatamente le pedí que entrara y le serví panecillos, agua y algunos platillos chinos para comer. Después que terminó de comer le di más panecillos. El me dijo muy avergonzado: “Usted es un buen hombre”. A lo que le respondí: “No, yo no soy bueno. Jesús tiene este dinero para usted. Tómelo”. Entonces, salimos de la casa y una vez en la calle, hizo una reverencia sincera y se alejó. De regreso a mi casa me encontré con un hermano ya anciano que insistió en darme un calendario. Cuando llegué a la casa y lo miré, me di cuenta de que era un calendario con el año lunar y el año solar. Y le dije al Señor: “¡Oh Señor, qué temible y maravilloso eres! Preparaste un pordiosero y un calendario para mí. Sin duda he recibido Tu gracia especial”.
Al tomar medidas con respecto a nuestros pecados, tenemos la presencia del Señor, y después de haberle obedecido, le conocemos más. Tomar medidas con respecto a nuestros pecados y mantener una conciencia sin ofensa no tienen nada que ver con la ley, sino con la gracia. Cuanto más conocemos y experimentamos la gracia, más tomaremos medidas con respecto a nuestros pecados, y cuanta más gracia recibamos, más creceremos. Espero que todos nosotros lleguemos a ser cristianos maduros, no de esos que están “medio crudos”. Esto no se puede hacer si estamos bajo la ley, ya que requiere del suministro de la gracia. Cuanto más tratemos con el problema de nuestros pecados, más santificados seremos.
(
Los de corazón puro, capítulo 7, por Witness Lee)