LOS MANDAMIENTOS DEL NUEVO TESTAMENTO
ABREN EL CAMINO PARA LA GRACIA DE DIOS
El Antiguo Testamento hace que el hombre vea su incapacidad, mientras que el Nuevo Testamento es la manera en que Dios muestra Su gracia para con los hombres. Siempre que el hombre se da cuenta de su pobreza, se abrirá para recibir la provisión de la gracia abundante de Dios. En pocas palabras, todo mandamiento y exigencia de Dios tiene como fin demostrar la ineptitud e incapacidad del hombre. Siempre que traemos estos mandamientos y exigencias a Dios, El, de inmediato, abre el camino para proveernos Su suministro de manera continua.
En una ocasión, cierta esposa sintió que debía confesar sus errores a su marido. Esto le resultaba muy difícil de realizar puesto que ella estaba acostumbrada a ser una esposa muy dominante. Ella poseía una voluntad férrea y era una persona muy orgullosa. Casi siempre es la esposa la que teme al esposo; pero en este caso, era el marido quien temía a la esposa. Cierto día, sin embargo, ella sintió que estaba errada y que debía confesarlo ante su esposo. No obstante, cuando pensaba hacerlo, se enfrentó ante unos cuantos problemas. En primer lugar, sentía que no tenía la fuerza suficiente para realizar tal confesión; en segundo lugar, temía pasar tal vergüenza; y en tercer lugar, debido a que en el pasado ella había oprimido a su esposo, temía que ahora su marido encontraría ocasión de oprimirla a ella. En ese momento, ella sintió que no podía seguir siendo cristiana. Ella sabía que ser creyente implicaba ser iluminada por el Señor. También sabía que al ser iluminada por el Señor, ella tendría que tomar medidas con respecto a todo aquello que perturbaba su conciencia; pues, de no hacerlo, se sentiría aún más intranquila. Así que decidió lo siguiente: “Seré una cristiana común y corriente; seré lo que soy”. Este es un cristiano típico: su corazón es muy sincero, sus palabras son honestas y sienten congoja en su ser.
¿Cómo podemos ayudar a personas como ésta? Debemos ayudarles a comprender que todos los mandamientos del Nuevo Testamento abren el camino para la gracia de Dios. Siempre que recibimos un mandamiento de Dios, debemos presentárselo de vuelta a El y decirle: “Oh Dios, no puedo hacerlo; te entrego este mandamiento tal como los discípulos te entregaron los cinco panes y dos peces. Siempre he sido inepto. Te entrego Tu mandamiento, y me entrego yo mismo a Ti. Señor, haz lo que mejor te parezca. Yo no puedo hacer absolutamente nada”. Quienes ponen en práctica acudir al Señor de esta manera, serán bendecidos y recibirán el abundante suministro del Señor. Este acto es comparable al de los discípulos que trajeron los cinco panes y dos peces al Señor. En cuanto ellos hicieron esto, las riquezas de Dios se manifestaron.
No piensen que el milagro de los cinco panes y dos peces es el único milagro. Cada vez que Dios nos guía a obedecer Sus mandamientos, se realiza también un milagro. Si el Señor no hiciera milagros en nosotros, no podríamos hacer nada ni tendríamos nada. Quizás nos sintamos acabados, aún así, el Señor hace que los muertos resuciten. Cada vez que guardamos los mandamientos del Señor, ciertamente El ha hecho un gran milagro en nosotros.
Debemos creerle siempre a Dios, porque El nunca nos fallará. Si sentimos que fuimos injustos con nuestro cónyuge, debemos confesar nuestro pecado ante él o ella. Si no lo podemos hacer, tenemos que entregarnos al Señor. Con toda certeza, el Señor se encargará del resultado. No necesitamos estar ansiosos ni dudar. ¡La gracia del Señor es maravillosa! No somos capaces de hacer muchas cosas, pero después de orar, consagrarnos al Señor y entregarnos a las manos misericordiosas del Señor, habrá una fuerza indescriptible brotando dentro de nosotros que nos apremiará a confesar. Quizás ni siquiera hayamos dicho una sola palabra, pero nuestras lágrimas correrán. Y cuando esto suceda, no sentiremos vergüenza alguna; sólo sentiremos que estamos llenos de Dios y llenos de vigor. Y tal vez esta vaya a ser la razón por la cual la persona ante quien confesemos nuestros errores, se salve.
(Los de corazón puro, capítulo 8, por Witness Lee)