TODA PERSONA SALVA ANHELA,
EN SU CORAZON, AGRADAR A DIOS
Toda persona salva anhela, en su corazón, agradar a Dios. Este anhelo es muy intenso en algunos y bastante tenue en otros. Sin embargo, ya sea que este anhelo sea intenso o débil, toda persona salva —en su corazón— tiene tal anhelo, a menos que esta persona nunca piense en Dios ni busque a Dios. Una vez que una persona busca más de Dios, espontáneamente surgirá en su corazón el anhelo de agradar a Dios. Esto es así, porque en este universo Dios desea que el hombre le ame y busque más de El.
Todo aquel que conoce a Dios sabe que El desea concederle al hombre mucha gracia y también tiene mucho que hacer en el hombre; pero, si el hombre no desea recibir esto, a Dios le será imposible hacer cualquier cosa. Por tanto, cuando los hombres le entregan su corazón a Dios, esto equivale a permitir que Dios opere en ellos. Si una persona no está dispuesta a dar su corazón a Dios, Dios no podrá derramar Su gracia sobre ella, ni tampoco podrá operar en esta persona. Un ejemplo de esto ocurre cuando los padres desean hacer algo por sus hijos, pero éstos les dan la espalda y se alejan de ellos. Como resultado, los padres no pueden hacer nada. Poseer un corazón que ama a Dios es precioso a los ojos de Dios y algo que El valora como un verdadero tesoro. Dios desea que el hombre le ame y le busque. Esto no significa que Dios quiera obtener algún beneficio del hombre, sino que El tiene mucho para dar al hombre, tiene mucha gracia para concederle, y tiene mucho que hacer en el hombre. Si el hombre no ama a Dios ni se acerca a El, a Dios le será imposible hacer lo que El anhela; por eso, Dios siempre ha deseado que el hombre le ame y se acerque a El.
Al igual que los padres, Dios continuamente anhela que Sus hijos sean como El. Siempre que un corazón se vuelve a Dios, Dios lo considera un verdadero tesoro. Sin embargo, muchas veces, debido a que no procuramos más de Dios, El se ve obligado a constreñirnos, llevándonos a recorrer algunas sendas sinuosas, a fin de que nos volvamos a El. Toda vez que sentimos el amor de Dios y la dulzura de Su amor en nuestro ser, nuestro amor hacia Dios brota espontáneamente en nosotros y oramos: “Oh Dios, te amo; te entrego mi corazón”. Sentimos que Dios es muy atractivo y precioso. Así que, oramos: “Oh Dios, Tú eres lo más precioso que existe; no hay nada tan precioso como Tú. Aunque hay muchas cosas que son atractivas, cuando las comparamos contigo, Tú eres el más glorioso. Oh Dios, no me importa si soy capaz de amarte o no; simplemente te amo, y te amaré por siempre”.
(Los de corazón puro, capítulo 9, por Witness Lee)