Vencedores que Dios busca, Los, por Watchman Nee

II. COMO MINISTRAR AL TEMPLO Y COMO MINISTRAR AL SEÑOR

A muchos les gusta la actividad física; les agrada ejercitar su fuerza muscular al inmolar las vacas y las ovejas, pues de esta manera usan su fuerza y su energía carnal. Pero si se les pide que vayan a un lugar solitario y tranquilo donde nadie los pueda ver, se les hace imposible. El santuario es un lugar extremadamente oscuro. ¡En su interior sólo hay siete lámparas de aceite de olivo, cuya luz no es más intensa que la de siete velas! Muchos piensan que ministrar al Señor en el santuario no es tan interesante. Pero éste es el lugar donde el Señor desea que estemos. Este lugar es tranquilo y está en penumbras; allí no se encuentran grandes multitudes de personas. Pero allí uno puede ministrar genuinamente al Señor. Hermanos, es imposible encontrar un siervo de Dios genuino o un verdadero ministro del Señor que no ministre de esta manera.

Examinemos ahora lo que hacen los levitas. Ellos inmolan el ganado y las ovejas fuera del templo, a la vista del hombre; su obra es muy evidente. Otros lo pueden alabar a uno, diciendo que es excelente y fuerte por haber matado tantas vacas, bueyes y ovejas, y por haberlos traído al altar. Muchas personas hasta se estremecen de emoción al ver los logros externos de la obra.

Pero ¿qué envuelve el ministerio al Señor? El versículo 15 dice explícitamente: “Mas los sacerdotes levitas hijos de Sadoc, que guardaron el ordenamiento del santuario cuando los hijos de Israel se apartaron de mí, ellos se acercarán para ministrar ante mí, y delante de mí estarán para ofrecerme la grosura y la sangre, dice Jehová el Señor”. La base para ministrar al Señor, su requisito básico, es acercarse a El, tener la confianza de hacerlo, de sentarse y estar firme ante El. Hermanos, ¿sabemos como acercarnos al Señor? ¿Cuán frecuentemente nos damos cuenta de que debemos esforzarnos por entrar a Su presencia? Muchos temen quedarse solos en ese lugar oscuro. Temen a la soledad y no soportan quedarse encerrados. Muchas veces aunque estén en un cuarto, su corazón está afuera vagando y no pueden acercarse al Señor. No pueden estar solos ni aprender sosegadamente a orar delante de el Señor. Muchos se sienten contentos de laborar, de estar rodeados por la muchedumbre y de predicar el evangelio. Pero no pueden acercarse a Dios en un santuario en penumbras, sosegado y solitario. No obstante, es imposible ministrar al Señor sin acercarse a El, sin acudir a El en oración. El poder espiritual no es el poder de la predicación sino el poder de la oración. La fuerza interior que uno posee es un indicio de cuánto ora uno. Nada requiere más esfuerzo que la oración. Es posible leer la Biblia sin mucho esfuerzo. No quiero dar a entender que no se necesite ningún esfuerzo para leer la Biblia, pero no es tan difícil de lograr. Es posible predicar el evangelio sin mucho esfuerzo, y también es posible ayudar a los hermanos sin usar mucha fuerza espiritual. Al hablar, es posible que uno confíe en que su mente hará el trabajo. Pero para poder acercarse a Dios y arrodillarse ante El por una hora, es necesario valerse de la fuerza de todo su ser. Si uno no hace tal esfuerzo, no podrá perseverar en la obra. Todo ministro del Señor sabe lo valiosos que son esos momentos, la hermosura de despertarse a media noche y pasar una hora en oración antes de volverse a dormir, y lo maravilloso que es madrugar a orar durante una hora. Si no nos acercamos a Dios, no podremos ministrarle. Es imposible ministrar al Señor estando alejado de El. Algunos discípulos podían seguir al Señor de lejos, pero ninguno de éstos podía ministrarle a El. Es posible seguir al Señor en secreto y de lejos, pero es imposible ministrarle de esta manera. El santuario es el único lugar donde se puede ministrar al Señor. Uno puede relacionarse con la gente en el atrio, pero sólo en el santuario puede uno acercarse a Dios. De hecho, los que pueden ayudar a la iglesia y ser eficaces son aquellos que están cerca de Dios. Si la labor que hacemos delante de Dios está dirigida solamente a los hermanos y las hermanas, nuestra obra será muy pobre.

Si queremos ministrar al Señor, tenemos que acercarnos a El. ¿Cuál debería ser nuestra condición delante de Dios? “Delante de mí estarán” (v. 15). Tengo la impresión de que nos gusta estar siempre en movimiento, y parece que nos fuera imposible quedarnos sosegados. No podemos quedarnos quietos. Muchos hermanos y hermanas están extremadamente atareados. Hay tantas cosas por hacer que piensan que no pueden detenerse. Si usted les pide que descansen y esperen un momento, no pueden hacerlo. Pero toda persona que es espiritual sabe lo que es permanecer delante de Dios.

¿Qué significa estar delante de El? Significa esperar hasta recibir la orden; esperar ante el Señor hasta que nos muestre Su voluntad. Se han establecido un sinnúmero de obras. No me refiero a fábricas y oficinas. Los creyentes deben ser absolutamente fieles a sus patrones terrenales al servirles. Pero en cuanto a la obra espiritual, necesitamos ser más que simplemente eficientes. Me dirijo en particular a todos los colaboradores. Hermanos, ¿han establecido su obra por completo? ¿Está marchando su obra eficazmente? ¿Se encuentran extremadamente atareados? ¿Pueden detenerse y esperar un poco? ¿Tienen toda su labor programada? ¿Actúan metódicamente conforme al plan que ya elaboraron? ¿Se sienten satisfechos? Hermanos, ¿pueden esperar otros tres días? ¿Pueden quedarse quietos por un momento sin ir a ningún lado? Esto es lo que significa permanecer delante del Señor. Quien no sabe acercarse al Señor no podrá ministrarle a El. Esto mismo se aplica a todo aquel que no sabe permanecer delante del Señor, pues le será imposible ministrar al Señor. Hermanos, ¿acaso no debe un siervo esperar que se le dé una orden antes de emprender cualquier actividad?

Permítanme reiterar que sólo hay dos clases de pecado delante de Dios. Uno es la rebelión en contra de Sus mandamientos; esto es, El da una orden y uno se rehúsa a obedecerla. El otro tipo de pecado consiste en hacer algo que El no ordena. Uno es el pecado de la rebelión, y el otro es el pecado de la arrogancia. Uno no hace lo que el Señor dice, y el otro hace lo que el Señor no dice. Si permanecemos delante del Señor pondremos fin al pecado de hacer lo que el Señor no nos ha mandado. Hermanos y hermanas, ¿qué parte de la obra espiritual la hacen sólo cuando han entendido claramente la voluntad de Dios? ¿Quiénes actúan exclusivamente como resultado del mandato del Señor? Es posible que nuestras actividades provengan de nuestro entusiasmo o de creer que es una buena acción. Permítanme decirles que lo que más estorba la voluntad de Dios es las cosas buenas. Como creyentes nos es fácil reconocer que no debemos participar de las cosas malas, inmundas y lujuriosas y nos damos cuenta de que son intolerables. Así que, no es muy común que tales cosas sean un estorbo al propósito de Dios, pero lo que sí es un obstáculo es principalmente las cosas buenas, dado que son similares a dicho propósito. Es posible que pensemos que cierta acción no es mala y que no tenemos otra opción mejor, y tal vez procedamos a hacerla sin preguntarle al Señor si aquello es Su voluntad. Las cosas buenas son el peor enemigo de Dios. Cada vez que nos rebelamos contra Dios, se debe a que al ver una buena acción procedemos, en nuestra arrogancia, a llevarla a cabo. Como hijos de Dios, sabemos que no podemos pecar y que no debemos hacer el mal. Pero, ¿cuántas veces hemos hecho algo sin tener ninguna convicción o porque nos pareció que era correcto hacerlo?

Sin duda, cierta obra puede ser muy buena, pero ¿nos hemos presentado delante del Señor? Necesitamos permanecer delante de El. Permanecer quiere decir no caminar ni moverse; estar quietos en un solo lugar, detenerse y esperar la orden del Señor. Hermanos, en esto consiste ministrar al Señor. Cada vez que alguien viene a ofrecer un sacrificio, los animales se inmolan en el atrio. Pero en el Lugar Santísimo hay soledad absoluta. Allí ningún hermano o hermana ejerce autoridad sobre nosotros, ni hay concilios que tomen decisiones por nosotros, ni hay comités que nos comisionen. En el Lugar Santísimo nos gobierna una sola autoridad, la del Señor. Sólo hacemos lo que el Señor nos indique; si no nos indica nada, no haremos nada. Hermanos, ¿podemos verdaderamente estar delante de El?

Si queremos ministrar al Señor en el Lugar Santísimo, debemos pasar tiempo delante de El y orar más. De no ser así, no le seremos útiles. Necesitamos orar para entrar a la presencia de Dios y acercarnos a El. Por consiguiente, orar equivale a permanecer delante de Dios y procurar conocer Su voluntad. Damos gracias al Señor porque aunque no todos los creyentes hacen esto, hay algunos que permanecen delante de El y lo siguen en el camino que tienen por delante.

A fin de permanecer delante del Señor, es necesario “ofrecer la grosura y la sangre” (Ez. 44:15). La santidad y la justicia de Dios se manifiestan en el Lugar Santo, y Su gloria en el Lugar Santísimo. La gloria de Dios llena el Lugar Santísimo, y Su santidad y Su justicia llenan el Lugar Santo. La sangre se ofrece por causa de la santidad y la justicia de Dios, mientras que la grosura se ofrece para Su gloria. La grosura trae algo a Dios, pero la sangre satisface lo que exigen Su santidad y Su justicia. Puesto que Dios es santo y justo, no puede aceptar a una persona que se encuentre en pecado. Sin derramamiento de sangre, sin la remisión del pecado, o sin que el hombre pague por su pecado, Dios no está satisfecho. Por eso se necesita la sangre; no es posible acercarse a Dios sin ella. En el Antiguo Testamento el hombre fue desechado y no podía acercarse a Dios. Pero ahora podemos acercarnos a El porque tenemos la sangre del Señor. Además de esto, debemos ofrecer la grosura, que significa ofrecer lo mejor. La sangre elimina el problema del pecado, mas la grosura trae satisfacción a Dios. La grosura es la mejor parte de la ofrenda y también la más rica, y satisface el corazón de Dios. Por consiguiente, trae gloria a Dios.

Todos los que quieren acercarse a Dios para ministrar ante El, deben responder a las exigencias de la santidad, la justicia e inclusive de la gloria de Dios. Toda la Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, se centra en estas tres cosas: la santidad, la justicia y la gloria de Dios. La gloria de Dios se relaciona con Dios mismo; Su santidad, con Su naturaleza; y Su justicia con Su norma. En otras palabras, la norma de Dios es justa, Su naturaleza es santa, y El es glorioso. Antes de acercarnos a Dios, debemos comprender cómo ha llegado a ser posible que estemos en Su presencia. ¡Dios es santo y justo! ¿Cómo podemos nosotros simples pecadores encontrarnos con El? Podemos encontrarnos con El debido a que tenemos la sangre, la cual nos limpia de nuestro pecado y nos redime. En consecuencia, podemos acercarnos a Dios sin conflicto alguno debido a que Su sangre nos limpia de toda injusticia. Sin embargo, El no sólo es santo y justo, sino que también está lleno de gloria. Por tanto, es necesario ofrecer la grosura, lo cual equivale a ofrecer a Dios lo mejor que tengamos para traerle satisfacción. En otras palabras, la sangre resuelve el problema que representa todo lo relacionado con la vieja creación, y la grosura se relaciona con la nueva creación. La sangre disipa todo lo que pertenece a la vieja creación, de manera que no tengamos ningún problema con la santidad de Dios ni con Su justicia. La grosura pertenece a la nueva creación e indica que nos ofrecemos nosotros a Dios, de modo que satisfagamos Su gloria.

No podemos ministrar a Dios si no conocemos la muerte y la resurrección. Morir no es una doctrina ni una teoría sacada de la Biblia; morir es ser derramados al poner genuinamente nuestra confianza en El y en la sangre incorruptible que El vertió. Cuando Su sangre incorruptible fue vertida, nosotros también fuimos derramados. Agradecemos al Señor porque ahora El no tiene sangre, aunque tiene un cuerpo de carne y hueso. Todo lo que pertenecía a la vida natural fue derramado. Cuando el Señor derramó Su sangre toda la vida de Su alma también se fue. El ciertamente derramó Su alma hasta la muerte (Is. 53:12). Este es el significado de la sangre. Al derramarse la sangre, desaparece todo lo natural. De esto hablaremos más adelante.

Si queremos ministrar delante de Dios, tenemos que acercarnos a El, estar delante de El y esperar que nos muestre Su voluntad. Recuerden estos dos asuntos indispensables. Por una parte, debemos derramar continuamente nuestra “propia sangre”, o sea que debemos reconocer continuamente que todo lo que poseemos de nacimiento ya fue derramado. A menudo muchos me piden que les explique lo que es la vida natural. Muchas veces les contesto que todo lo que nos viene al nacer y se va al morir pertenece a la vida natural; todo lo que existe entre el nacimiento y la muerte es la vida natural. ¡Alabado sea el Señor! El derramó todo lo que pertenece a la vida natural; es decir, todo lo que obtuvimos al nacer. Cuando el Señor derramó Su sangre, no sólo derramó su propia vida, sino también la nuestra. Por lo tanto, continuamente debemos pararnos firmes sobre este hecho y negarnos a la vida de nuestra alma. Hermanos y hermanas, esto no es una doctrina sino una realidad. Por lo tanto, debemos desprendernos de todo lo que pertenezca a la vida natural. Esta es una meta que se puede alcanzar porque en Cristo todo lo que pertenece al alma fue vertido y ahora es posible vivir sin el yo. Damos gracias al Señor, porque podemos vivir sin el yo, pues Cristo derramó nuestro yo cuando vertió Su sangre. A nosotros solos nos sería imposible hacer tal cosa; no podemos crucificarnos a nosotros mismos. Damos gracias al Señor porque el Hijo de Dios logró este hecho. Por obra Suya ahora nosotros podemos morir y abandonar nuestro yo. Pero no basta con simplemente morir, pues la muerte es sólo el aspecto negativo. No sólo nos centramos en la muerte sino también en la resurrección. Cuando Cristo resucitó, nosotros estábamos en El, y en El llegamos a ser la nueva creación. El no sólo murió sino que también resucitó de entre los muertos. El vive para Dios; por lo tanto, todo lo que El es, trae satisfacción a Dios y no a Sí mismo. Hermanos y hermanas, esto es lo que Dios desea que veamos. Esto es lo que significa ministrar al Señor. Debemos ofrecerle tanto la grosura como la sangre.

El versículo 16 dice: “Ellos entrarán en mi santuario, y se acercarán a mi mesa para servirme, y guardarán mis ordenanzas”. Este versículo nos habla de un lugar donde se ministra al Señor, a saber, el santuario; un lugar escondido y tranquilo que no es visible al público como el atrio. Hermanos y hermanas, que el Señor nos conceda Su gracia para que no pensemos que estar en el santuario es un sufrimiento. De hecho, estar ahí un día es mejor que mil en cualquier otro lugar. No obstante siempre que oímos del santuario nos da temor. ¡Cuán bueno es estar en el atrio! Allí todos nos pueden ver; ahí nuestros nombres son bien conocidos y nadie nos ataca ni nos calumnia, sólo recibimos acogidas y alabanzas. ¡Qué maravilloso es esto! Pero Dios quiere que estemos en el santuario. Cuando entramos en ese lugar, es posible que otros digan que somos perezosos y que no hacemos nada. En realidad, lo que se hace ahí es muy superior a la obra de ministrar al pueblo en el atrio. ¿Ha sido usted criticado alguna vez por ser cerrado y estrecho? ¿Ha oído decir que usted no tiene libertad para hacer nada? Es posible que los demás digan que usted es muy perezoso y no quiere participar en la obra o que ha dejado muchos asuntos inconclusos. Pero hermanos y hermanas, nuestro corazón no es estrecho en absoluto. Nosotros no buscamos nada del hombre, ni queremos estar al frente para ser vistos. Sólo tenemos como meta ministrar al Señor en el Lugar Santo. La razón por la cual no estamos dispuestos a ministrar en el templo es que nuestra esperanza y nuestra tarea son mayores que dicho ministerio. En este asunto nadie ha tenido más aspiraciones que Pablo, quien ambicionaba agradar al Señor. Las cosas que buscamos aquí son mayores que muchas otras, y nuestra labor es mayor que la de aquellos que realizan grandes obras. De hecho, nuestro corazón es más amplio que el de los demás, pues no sólo ministramos al templo sino también al Señor, aunque esto no es grandioso ante los hombres. Hermanos y hermanas, preferimos ser criticados que actuar sin contar con la voluntad de Dios. Tenemos dos posiciones: por una parte estamos muertos y nos hemos desprendido de todo lo que pertenece a la vieja creación, y por otra, fuimos resucitados, servimos a Dios y permanecemos delante de El, obedeciendo lo que El manda y esperando en Su presencia para ministrarle. Eso es lo único que nos interesa. Hermanos y hermanas, ¿les satisface hacer la voluntad de Dios? ¿Es Su voluntad suficiente para ustedes? ¿Piensan que hacer la voluntad de Dios lo es todo? ¿Buscan acaso otras cosas? ¿Se conforman con los planes que Dios tiene para ustedes? Necesitamos aprender a ministrar a Dios en Su presencia.

Puesto que también quisiera abarcar Lucas 17, no me voy a detener en más detalles. Dije anteriormente que quería mencionar tres cosas. La primera se relaciona con la diferencia entre ministrar al templo y ministrar al Señor; la segunda, con la manera de ministrar al templo y con la forma de ministrar al Señor; y la tercera con la condición del que ministra al Señor y los requisitos necesarios para hacerlo. Examinemos, pues, lo que se requiere de la persona que ministra al Señor.

(Vencedores que Dios busca, Los, capítulo 4, por Watchman Nee)