III. LOS REQUISITOS
PARA MINISTRAR AL SEÑOR
Aquellos que ministraban en la presencia de Dios debían usar ropa de lino, turbantes de lino y calzoncillos de lino. Todo su cuerpo estaba cubierto de lino. El versículo 17 dice que no llevarían sobre ellos ninguna prenda de lana. Nadie podía vestirse de lana ante Dios. ¿A qué se debía esto? Leamos Ezequiel 44:18: “Turbantes de lino tendrán sobre sus cabezas, y calzoncillos de lino sobre sus lomos; no se ceñirán cosa que los haga sudar”. Esto revela que quienes ministran al Señor no deben sudar. Ninguna labor que produce sudor es agradable a Dios y, por ende, El la rechaza. ¿Qué significa el sudor? La primera persona que derramó sudor fue Adán, y lo hizo después de que Dios lo echó del huerto de Edén. Génesis 3 nos dice que, debido a que Adán había pecado, Dios lo castigó al decirle: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan”. El sudor es el resultado de la maldición. Debido a la maldición que Dios profirió, la tierra cesó de dar su fruto. Al no estar presente la bendición de Dios, se necesita el esfuerzo humano, el cual produce sudor. ¿Cuál es la obra que produce sudor? La obra que proviene del esfuerzo humano, sobre la cual no reposa la bendición de Dios el Padre. Todos los que ministran a Dios deben abstenerse absolutamente de cualquier obra que produzca sudor. Son muchas las obras propuestas delante de Dios cuyo cumplimiento requiere esfuerzo y actividad y, por ende, sudor. Aquellos que ministran a Dios no deben realizar ninguna obra que los haga sudar. Toda obra que procede de Dios es serena y no requiere actividad de nuestra parte; por el contrario, requiere que cesemos de toda actividad y nos sentemos. Aunque exteriormente nos veamos muy ocupados, interiormente estamos en reposo y en calma. Realizamos la obra de Dios sentándonos. La obra de Dios no nos hace sudar. La obra genuina que se hace delante de Dios no es casual y tampoco se logra por el esfuerzo carnal. Lamentablemente, hoy en día gran parte de la obra no se puede lograr sin sudar. Qué pena que la obra que se realiza en la actualidad no se pueda lograr a menos que alguien planee, auspicie, promueva, proponga, tome la iniciativa, anime, exhorte y, por consiguiente, utilice su esfuerzo humano y su fuerza carnal. Verdaderamente es una lástima que en la mayoría de los casos, si no hay sudor, no hay obra. Tengan presente que el sudor no está permitido cuando se ministra al Señor. Cuando ofrecemos sacrificios en el atrio, servimos a los pecadores y ministramos a los santos, se nos permite sudar. Pero quienes ministran al Señor en el Lugar Santo no deben sudar. Dios no necesita el sudor del hombre. Indudablemente, toda obra requiere mucha actividad, pero la obra de Dios no necesita la fuerza carnal. No digo que no se necesite fuerza espiritual. De hecho, es difícil decir cuánta fuerza espiritual se necesita y cuánto sufrimiento hay que experimentar. Nadie se preocupa por discernir entre la obra espiritual y la obra carnal. El hombre llega a la conclusión de que la obra de Dios no se puede lograr sin intensa actividad, sin pasar tiempo discutiendo y debatiendo, sin negociar, hacer propuestas, sin aprobaciones y autorizaciones. Pero si se les pide que esperen sosegadamente delante de Dios y escuchen Su voz, no pueden hacerlo porque tal cosa es imposible para la carne, pues prefieren todo aquello que produce sudor.
El aspecto más importante de la obra espiritual es tener comunión con Dios. La primera persona con quien uno debe comunicarse es Dios, no el hombre. La obra de la carne es diferente; uno se relaciona primero con el hombre. Así que, si una obra no se puede lograr sin el hombre, esa obra no es de Dios. Cuán valioso es estar en la presencia de Dios. Debemos acudir sólo a El; esto no es estar ocioso, sino que de esta manera hacemos una obra que no produce sudor. ¿Qué significa esto? Si tenemos la debida comunión con Dios, no hay necesidad de sudar al laborar entre los hombres. De esta manera se puede lograr una gran obra haciendo el menor esfuerzo. La propaganda, las promociones y las propuestas se producen porque los hombres no oran ante Dios. Permítanme decir que toda obra espiritual se hace exclusivamente delante de Dios. Si cuidamos de nuestra obra como se debe presentándonos a Dios, no habrá necesidad de utilizar tantos métodos. El hombre responderá espontáneamente a nuestra labor y nos ayudará. Al participar en la obra de Dios, no necesitamos el esfuerzo ni el sudor humanos.
Hermanos y hermanas, debemos examinarnos con mucha sinceridad delante de Dios. Preguntémosle: “Señor, ¿estoy en verdad ministrándote a Ti o a la obra? Señor, ¿a quién está dirigido mi ministerio, a Ti o a la obra?”. Si la obra nos hace sudar desde la mañana hasta la noche, entonces podemos decir con seguridad que estamos ministrando al templo y no al Señor. Si toda nuestra actividad tiene como única meta suplir necesidades externas, entonces podemos concluir que estamos ministrando al pueblo y no a Dios. No menospreciamos a las personas que laboran de este modo, pues también participan en la obra de Dios. Es necesario que alguien presente las vacas y las ovejas en los sacrificios. Alguien debe guiar a los demás. Los hijos de Israel necesitaban que algunos les ministraran. Pero Dios desea algo mucho más profundo. Debemos pedirle: “Dios, te ruego que me libres de caer en la esfera de ministrar al pueblo”. Existe algo que va más allá de simplemente ministrar al pueblo. Hermanos y hermanas, son muchos los que ministran al pueblo. No es necesario que agreguemos nuestra porción ahí. Dios no exige que todos le ministren a El, pues sabe que muchos no están dispuestos a hacerlo. Puesto que el hombre no está dispuesto, no se puede avivar a toda la iglesia y hacer que todos lleguen a ser fieles. Muchos son salvos y poseen la vida de Dios, pero sólo desean ministrar al pueblo. No hay manera de hacerlos cambiar porque no quieren perderse la emoción que hallan afuera. Ellos no se desprenden del aspecto externo de la obra y se centran exclusivamente en ella. No hay duda de que se necesita que algunos se ocupen de estos asuntos, pero la pregunta que surge aquí es: ¿estoy yo entre los que toman parte en estas cosas? Espero que todos podamos decirle al Señor: “Dios, deseo ministrarte a Ti. Estoy dispuesto a soltarlo todo, a desligarme de la obra y a abandonar todas las actividades externas. Deseo ministrarte a Ti y realizar una obra espiritual. Estoy dispuesto a abandonar todo lo externo. Deseo ir más lejos y entrar en una esfera más profunda”.
No era posible que Dios hiciera que todos los levitas se acercaran. Sólo podía escoger a los hijos de Sadoc. ¿Por qué sólo los escogió a ellos? Porque cuando los hijos de Israel se apartaron de los caminos del Señor y lo abandonaron, los hijos de Sadoc guardaron el ordenamiento del santuario. Ellos vieron que lo de afuera no tenía remedio, pues estaba derribado y contaminado. Así que abandonaron lo que estaba afuera y se concentraron en hacer que el santuario permaneciera santo. Hermanos y hermanas, ¿podrán ustedes dejar que se derrumbe todo lo de afuera? Quizás usarán madera para sostenerlo a fin de que la estructura no se derrumbe. Pero el Señor dirá: “No me interesan esas cosas. Sólo preservaré Mi santuario y reservaré un lugar santo para Mis hijos”. Se necesita un lugar totalmente separado y santificado para El; un lugar donde uno pueda recibir discernimiento de lo que es propio y lo que es impropio. Dios desea preservar Su santuario. Lo de afuera se está derrumbando, y Dios no tiene otra alternativa que permitirlo. Por haber hecho lo que hicieron los hijos de Sadoc, Dios los escogió. Dios no tiene una relación específica con todos, pero desea tenerla con usted. Si usted no está dispuesto a soltar todo lo externo, ¿a quién acudirá Dios? Hermanos y hermanas, estoy aquí en la presencia de Dios para rogarles a todos; Dios busca personas que le ministren a El. En realidad son muchos los que laboran en el atrio. Es por esto que Dios clama: “¿Quién me ministrará a Mí en Mi santuario?”
No es mucho lo que puedo decir acerca de este asunto. Me limito a expresar que disfruto mucho la lectura de Hechos 13: “Había entonces en Antioquía, en la iglesia local, profetas y maestros ... Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (vs. 1-2). Esta es la obra que se lleva a cabo en el Nuevo Testamento. La obra del Espíritu Santo sólo puede ser revelada al hombre cuando éste ministra al Señor, y sólo entonces podrá enviar personas. Si no damos a este asunto de ministrar al Señor la primera prioridad, todo estará fuera de lugar.
La obra de la iglesia de Antioquía comenzó mientras estaban ministrando allí al Señor. El Espíritu Santo dijo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”. Dios no quiere voluntarios en Su ejército; El no recibe a los soldados que se ofrecen voluntariamente. Dios sólo tiene soldados alistados y reclutados. Hay dos clases de soldados en el ejército: los que se vinculan a la milicia voluntariamente, y los que la nación recluta. Debido a las leyes del país, tales personas no tienen más alternativa que hacer el servicio militar. Pero en la obra del Señor, sólo hay soldados reclutados; no hay soldados voluntarios. Por tanto, nadie puede decidir por su propia cuenta ir a predicar el evangelio, pues Dios no lo usará. La obra de Dios ha sido bastante perjudicada por los soldados voluntarios. Estos no pueden declarar como el Señor: “Aquel que me envió...” Hermanos y hermanas, éste no es un asunto trivial. No podemos realizar la obra de Dios por nuestra propia voluntad. La obra es exclusivamente Suya. Debemos examinar nuestra labor para determinar si proviene de nosotros mismos o del llamado del Señor. Debemos preguntarnos cómo nos vinculamos al ejército, si nos ofrecimos como voluntarios o si Dios nos reclutó. Los soldados voluntarios, los que se recomiendan a sí mismos, no permanecen porque Dios sólo quiere soldados que El mismo haya incorporado a Sus ejércitos. Pablo y Bernabé mientras ministraban al Señor no dijeron: “Vayamos a extender el evangelio”, sino que el Espíritu Santo dijo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado“. Sólo el Espíritu Santo tiene potestad para comisionar hombres y enviarlos a la obra; la iglesia no tiene la autoridad de enviar hombres a la obra. Sin embargo, en muchas sociedades y en cruzadas misioneras son los hombres los que envían a otros hombres. Dios jamás admite tal cosa. Nosotros sólo debemos ministrar al Señor, y no al templo. Dios desea obtener personas que le ministren a El y que sean comisionados directamente por el Espíritu Santo.
Quisiera repetir que ministrar al Señor no significa que desatendamos la obra. Para ministrar al Señor no necesitamos dejar de servir en los pueblos. Lo que quiero recalcar es que toda la actividad exterior, como por ejemplo salir a laborar para el Señor, debe basarse en la experiencia que hayamos tenido al ministrar al Señor, y no en nuestros propios deseos. Hay una gran diferencia, mayor que la distancia entre el cielo y la tierra, entre estos dos asuntos. Todos los que han pasado por esta experiencia reconocen que no hay mayor diferencia que la que existe entre ministrar al Señor y ministrar al templo.
Además de lo relacionado con el velo, de ministrar al Señor en el santuario, existe algo más e igualmente importante: “Salgamos, pues, a El, fuera del campamento, llevando Su vituperio” (He. 13:13). La idea central del libro de Hebreos gira en torno a dos cosas: el velo y el campamento. No sólo debemos ministrar a Dios en el santuario, sino que también debemos salir del campamento. Sólo cuando hayamos salido del campamento para ministrar al Señor, El nos hablará y nos guiará; El no hablará en otras ocasiones.
Veamos lo que dice en el Evangelio de Lucas y aclaremos este asunto una vez más. Nuestra intención no es hacer una exposición de los escritos de Lucas; sólo queremos descubrir en este pasaje lo que el Señor realmente desea. Lucas 17:7-10 nos dice claramente que el Señor no se satisface con nada menos que El mismo. El no lo necesita a usted ni a mí; El se necesita a Sí mismo. Es asombroso que aunque estas palabras son bastante severas, a todos les parece que esta porción es preciosa. Aquí se presentan dos clases de obras: una es la de arar o sembrar; la otra es la de apacentar o alimentar. Se siembra entre los que no son regenerados, y se apacienta a quienes poseen la vida de Dios. Consecuentemente, parte de la obra se relaciona con los pecadores, y parte con los creyentes. En esta labor los que no han recibido al Señor lo reciben, y quienes ya lo recibieron son alimentados. Esta es la obra que deben realizar los siervos del Señor. Esta obra es vital, y debemos hacerla lo mejor posible. Pero el Señor nos sorprende muchísimo en este pasaje. El dijo: “¿Quién de vosotros, teniendo un esclavo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, le dice: Pasa en seguida y reclínate a la mesa?” (Lc. 17:7). El dice que uno no actúa de esa manera. En otras palabras, a los siervos, a los creyentes, no se les alimenta después de que hacen la obra. Aquellos que son carnales dirán: “¡Qué amo tan cruel! Venimos de arar y de apacentar el ganado y estamos extremadamente cansados. Ahora que estamos en casa, tú deberías servirnos y darnos de comer”. Pero el Señor no es como los patrones del mundo. (En Colosenses y en Efesios se presenta una relación diferente entre el amo y el siervo terrenales. El caso del que estamos hablando aquí nos muestra el trato que el Señor espera de nosotros, sus siervos espirituales, para con El.) El Señor no nos invita a comer. ¿Qué desea El entonces? El versículo 8 dice: “¿No le dice más bien”, es decir, muy posiblemente le dirá: “Prepárame la cena, cíñete, y sírveme”. Esto es lo que el Señor hace. Nosotros pensamos: “Hoy he arado tantos acres de tierra y sembrado tantos kilos de semilla. Después de tantos días, tantos meses, habrá una cosecha de por lo menos treinta o sesenta por uno. Hoy llevé tantas ovejas a los pastos verdes, y bebieron de las aguas de reposo. Después de tanto tiempo, estas ovejas crecerán y engordarán. Esta ciertamente es la mayor obra. El producto de la tierra me servirá de alimento; la lana del rebaño me servirá para hacer vestidos”. Nos alegramos y disfrutamos de nuestra labor. Esto es lo que significa comer y beber; es el disfrute que proviene de la labor que hemos hecho. Muy a menudo, después de obtener algunos logros de los que nos sentimos orgullosos, pensamos en ellos aun mientras dormimos y los saboreamos en nuestra memoria. Puede ser que pensemos en ellos mientras comemos y quizá nos sintamos orgullosos y satisfechos. Con frecuencia recordamos algo y nos reconforta sólo pensarlo. Pero el Señor dijo que Su meta para con toda obra, sea cual fuere, no es alegrarnos ni complacernos ni producirnos ninguna ganancia. El Señor sin duda nos dirá: “Prepárame la cena, cíñete, y sírveme”. ¿Podemos comprender esto? El Señor exige que le ministremos a El. Tengan presente que la obra que se hace en los campos no se compara con la que se realiza en el templo, pues ni la tierra ni el ganado se comparan con el Señor. El Señor no dice aquí: “Puesto que has trabajado tan arduamente, has arado tanta tierra y has alimentado tanto ganado, no tienes que servirme; puedes irte a comer, a beber y a celebrar”. Las palabras del Señor nos informan de la manera en que el pesa la importancia de nuestra labor y nuestro ministerio para con El. El no nos exime de ministrarle simplemente porque hayamos arado la tierra, alimentado el ganado y realizado muchas actividades; por ningún motivo nos dirá que no tenemos que ministrarle a El. El no nos permitirá que dejemos de ministrarle a El sólo porque estamos ocupados en la obra. El no va a permitir que la dificultad de la labor le robe nuestro ministerio ante El. Nuestra primera prioridad es ministrar al Señor porque hacer esto es más vital que todo lo que podamos arar, apacentar y laborar.
Hermanos y hermanas, ¿qué estamos haciendo en realidad? ¿Cuál es nuestra meta? ¿Estamos preocupados sólo por arar y sembrar? ¿Nos preocupamos sólo por predicar el evangelio a fin de salvar pecadores? ¿Es nuestra meta sólo apacentar el ganado? ¿Nos preocupamos solamente por distribuir el alimento para edificar a los creyentes? ¿O satisfacemos al Señor con la comida y la bebida? El Señor nos muestra aquí que después de llegar a casa no debemos descansar. Pese a que estamos cansados, debemos esforzarnos por servirle a El. Aunque hemos laborado y sufrido mucho, esto no puede remplazar la ministración que El debe recibir de nosotros. Necesitamos olvidar todas nuestras experiencias y servirle a El una vez más. Pero esto no quiere decir que no tengamos que comer. Simplemente quiere decir que debemos comer y beber después del Señor. Nosotros también debemos comer y beber, y estar satisfechos. Pero esto debe esperar hasta que el Señor esté saciado y satisfecho. Entonces nosotros también nos alegraremos. No obstante, primero debe alegrarse el Señor. Por tanto, preguntémonos a quién debe pertenecer la gloria de la obra. ¿Trae satisfacción al Señor todo lo que hacemos? ¿Le alegra el fruto de nuestra labor? ¿O sólo nos trae satisfacción y nos complace a nosotros? Me temo que en muchas ocasiones el Señor no ha obtenido nada, y aun así, nosotros nos sentimos satisfechos. Me da temor ver que muchas veces antes de que el Señor se alegre, nos alegramos nosotros. Debemos pedirle a Dios que nos muestre cómo debemos acercarnos a Su presencia y cómo debemos ministrarle a El en Su presencia.
Hermanos y hermanas, aun si hacemos todo lo que debemos, no somos más que siervos inútiles. Ciertamente somos muy insignificantes.
Nuestra meta y el propósito de nuestro esfuerzo no son ni la tierra ni el ganado, ni el mundo ni la iglesia. Nuestra meta es el Señor. El es nuestro todo. Preguntémonos, entonces, si la obra que hacemos está dirigida en verdad a Cristo o sólo a los incrédulos y a los hermanos. Bienaventurados los que puedan discernir la diferencia entre ministrar a los impíos o a los creyentes y ministrar al Señor. En teoría parece fácil hacer tal distinción; pero distinguir interiormente la diferencia en nuestra experiencia es una bendición. Esta clase de conocimiento no nos viene fácilmente. Necesitamos pasar por muchas experiencias antes de conocerlo; es necesario derramar sangre para aprender esta lección. En muchos casos requiere que pongamos nuestra vida y que muramos a nuestras opiniones a fin de discernir verdaderamente. Ministrar al Señor no es tan fácil como ministrar a los hermanos y hermanas; por eso decimos que existe una enorme diferencia entre ministrar al Señor y ministrar al templo.
No obstante, si el Espíritu Santo obra en nosotros, no nos será muy difícil aprender. Necesitamos pedirle al Señor que nos conceda Su gracia, Su revelación y Su luz, para que veamos lo que significa ministrarle a El. Hermanos y hermanas, los pecadores no son más importantes que el Señor. Necesitamos pedirle al Señor que actúe en nosotros, para que podamos ministrarle a El. Con esto concluyo. Lo único que puedo decir es que esto es lo que el Señor nos está manifestando en estos días.
(
Vencedores que Dios busca, Los, capítulo 4, por Watchman Nee)