TODO SERVICIO TIENE QUE SER SACERDOTAL
Todo servicio al Señor tiene que ser sacerdotal, sin importar qué clase sea. En el Antiguo Testamento los sacerdotes no eran solamente sacerdotes, sino también el ejército; así que el ejército se componía de sacerdotes, los cuales no sólo se presentan delante de Dios, sino que también pelean la batalla. El ejército del Señor es un ejército sacerdotal. Esto significa que si no somos sacerdotes, no podremos pelear la batalla por el Señor. Tenemos que ser un sacerdocio para pelear la batalla por Dios.
Después de que los hijos de Israel pasaron el Jordán y entraron a la tierra de Canaán, la primera batalla la pelearon los sacerdotes. No se llevó a cabo con armas convencionales, sino con el arca, con la cual vencieron. Además, usaron cuernos de carneros. Ellos eran un ejército peculiar que peleaba batallas con armas peculiares. Todo era peculiar. Esa no es la manera en que nosotros lucharíamos una batalla. Sin embargo, veremos más adelante, que debemos aprender a pelear así. Fundamentalmente, ése ejército era el sacerdocio. No me refiero a la posición de sacerdote, sino de un ejército de sacerdotes, un sacerdocio coordinado bajo el liderato del arca.
En el Nuevo Testamento, vemos que los apóstoles eran sacerdotes. Un apóstol tiene que ser un sacerdote. Si nosotros no sabemos ser sacerdotes, no podemos ser apóstoles. El apóstol Pablo nos dice que servía como sacerdote en la predicación del evangelio. El era un sacerdote que traía los creyentes gentiles a Dios como ofrenda. Hemos leído el libro de Romanos muchas veces, pero, ¿hemos notado que Romanos 15:16 dice que Pablo predicaba el evangelio en calidad de sacerdote? Para ser evangelistas, también tenemos que ser sacerdotes. Si no lo somos, no podremos predicar el evangelio como se debe. El evangelio tiene que ser predicado por evangelistas sacerdotales.
El apóstol Pedro dice que él y otros tuvieron que darse primero a la oración y luego a ministrar la Palabra. Esto quiere decir que para ministrar la Palabra, tenemos que ser sacerdotes y, como tales, primero tenemos que darnos a la oración y pasar tiempo en la presencia del Señor. Este es el ministerio sacerdotal.
Para cualquier servicio, primero tenemos que servir como sacerdotes en la presencia del Señor. Para ser ancianos o diáconos o diaconisas, o simplemente hermanos y hermanas en la iglesia, debemos ser sacerdotes. Asimismo tenemos que desempeñar nuestros papeles de esposos, esposas y padres como sacerdotes. Tenemos que ser sacerdotes en todo.
El ejército tiene que componerse de sacerdotes. Los apóstoles, los evangelistas, los ministros de la Palabra, los ancianos y los diáconos tienen que ser sacerdotes; también deben serlo los hermanos y hermanas, los esposos y esposas, los padres y los hijos. Esto muestra que en el servicio al Señor, primero debemos abrirnos a El y pasar tiempo en Su presencia. Esto le permitirá llenarnos y absorbernos a fin de hacernos uno con El. Entonces, El será nuestro contenido, y nosotros Su expresión. El podrá hablar por medio de nosotros y expresarse desde nuestro interior, ya sea que estemos peleando la batalla, predicando el evangelio, enseñando la Palabra o sirviendo como ancianos o diáconos. Lo que somos será un canal para que el Señor fluya. Este tiene que ser nuestro modo de vivir, de trabajar y de servir.
Hace treinta años, si un hermano me hubiera preguntado cómo debía cumplir su deber como anciano, le habría enseñado lo que debía saber. Le habría dicho: “Hermano, vayamos a la Biblia” y le habría dado una enseñanza. Pero hoy, si alguien me pregunta cómo ser un anciano, le digo: “Sea un sacerdote; practique el sacerdocio. Entonces será un buen anciano”. Cuando era joven, las hermanas también venían a preguntarme cómo debía ser una familia apropiada. También a ellas les daba una enseñanza que se componía de doce puntos. Pero en estos últimos años, solamente les digo que vayan al Señor, que lo toquen a El y que permitan que les toque el corazón. Cuando el Señor las llene, sabrán cómo ser buenas esposas. No es por medio de los doce preceptos, ya que éstos no traen resultados. Solamente una cosa produce resultados: acudir al Señor, abrir nuestro ser a El y permitirle que nos llene consigo mismo. De ese modo, el Señor será nuestro contenido y nuestra realidad, y nosotros seremos Su manifestación: seremos una buena esposa o un buen esposo o un buen anciano o un buen diácono.
No confiemos en nuestros mensajes ni en nuestras enseñanzas ni en nuestro ministerio; solo podemos confiar en el sacerdocio. En 1934 un colaborador se mudó a una ciudad grande del norte de la China. Era una base naval con una población de casi un millón de personas. El era muy pobre y no tenía conocidos en esa ciudad. Pasó tiempos difíciles durante los primeros años; ni una persona se reunía con él. Más adelante, se mudaron allí dos o tres personas de mi ciudad natal, pero la situación era muy difícil. Muchos hermanos le sugirieron a este hermano a que se mudara a otra ciudad, pero él no lo hizo. Poco a poco, algunas personas fueron salvas y creció el número de los que se reunían. En la primavera de 1949 se bautizaron más de setecientas personas en una ocasión. Lo que quiero decir es que aunque ese hermano no ministraba elocuentemente, era torpe y muy lento al hablar, oraba mucho. La obra en aquella ciudad se llevó a cabo por el ministerio sacerdotal.
(
Sacerdocio, El, capítulo 6, por Witness Lee)