IV. UN HOMBRE DE ORACIÓN DEBE SER ALGUIEN
QUE PONE A UN LADO SU PROPIA PERSONA,
ESPECIALMENTE SU HABILIDAD Y OPINIONES
Alguien que aprende a orar tiene que aprender la estricta lección de ponerse a un lado y detenerse por completo. El yo aquí se refiere especialmente a las opiniones propias y a la habilidad natural. En Hechos 10 había un hombre, Pedro, que subió a la azotea de la casa para orar. En aquel momento, él ya había pasado por Pentecostés y tenía ya considerable experiencia espiritual; sin embargo, su oración muestra que aún no podía poner a un lado su propia opinión. Aunque había subido a la azotea para orar, allí argumentó con Dios y necesitó que Dios le diera la visión otra vez. Cuando vio aquel gran lienzo descender del cielo y oyó una voz que le dijo: “Levántate, Pedro, mata y come”, él dijo: “Señor, de ninguna manera; porque ninguna cosa profana o inmunda he comido jamás” (Hch. 10:13-14). Ésta fue su opinión. Dios le dijo inmediatamente: “Lo que Dios limpió, no lo tengas por común” (Hch. 10:15). Aquí la opinión de Pedro entró en conflicto con la voluntad de Dios; por tanto, no logró avanzar en su oración.
No pensemos que en lo referente a la oración tenemos menos conflictos con Dios de los que tuvo Pedro. Cuando nosotros venimos ante Dios, tenemos demasiadas opiniones. Lean, por favor, las muchas oraciones registradas en la Biblia. En un buen número de ellas ustedes podrán ver la habilidad natural del hombre así como las opiniones humanas. Jonás es un buen ejemplo de esto en el Antiguo Testamento. Cuando él oraba, no podía poner su opinión a un lado. Él oró con su opinión, la cual estaba en conflicto con Dios. Una vez más consideremos a Pedro. En la noche que el Señor Jesús fue traicionado, pareciera que Pedro oraba al Señor, diciendo: “Aunque todos tropezaren, yo no, aun si he de morir contigo”. Como Pedro se apoyaba firmemente en su habilidad natural, el Señor no podía contestar su oración. Su oración fue: “Aun si otros tropezaran, yo te pido que me mantengas firme”. Aunque no lo expresó de esta manera, podemos creer que él esperaba ser capaz de permanecer firme. Esa esperanza era su deseo ante Dios. Pero el Señor parecía decir: “Seguramente caerás; no puedo contestar tu oración y hacer que tu habilidad natural tenga éxito”.
Una persona que ora ante Dios debe ser una que siempre es derribada delante de Dios. El ejemplo más patente de esto es la experiencia de Jacob en el vado de Jaboc. En aquel momento, su oración ante Dios estaba llena de su fuerza natural. Allí él incluso luchó con Dios hasta el punto de que Dios no tuvo otra alternativa que tocarle la coyuntura de su cadera. Consecuentemente, Jacob quedó lisiado. Hay numerosos ejemplos como éste en las Escrituras. Un buen número de hombres han ido ante Dios y han orado con su fuerza natural y según sus propias opiniones; estos dos asuntos son los obstáculos más grandes a la oración.
Por tanto, un hombre de oración genuino es, sin duda alguna, aquella persona que es derribada ante Dios, y cuya fuerza, opiniones y conceptos han sido quebrantados por Dios. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, todos los que lograron tocar a Dios y orar ante Él son aquellos cuya fuerza natural había sido terminada, y cuyos conceptos habían sido puestos a un lado. Daniel fue una persona que yacía totalmente derribada ante Dios, o sea, ante Dios él no tenía fuerza ni conceptos. Ocurrió lo mismo con David en el libro de Salmos. Por tanto, todos los hombres de oración apropiados son muy blandos ante Dios. Han puesto su yo a un lado, han quedado derribados ante Dios y han sido quebrantados. No insisten ni confían en su propia fuerza natural, ideas ni en sus opiniones. Sólo tales hombres pueden tocar el trono y la voluntad de Dios. Únicamente tales hombres pueden ser hombres de oración.
(Lecciones acerca de la oración, capítulo 3, por Witness Lee)